25 abr 2006

La Flaca

Cara Teófila,

Cuando hoy desperté y salí al prado cercano, el otoño se había presentado, como suele decirse, con su máximo esplendor. Un color rojizo todo lo inundaba, los árboles; y en la tierra, algo húmeda por el rocío de anoche, una capa de hojas formaba un voluptuoso colchón. La luz era diáfana por ese efecto que causa en las mañanas nubladas el sol cuando logra por un lejano claro entrar horizontalmente a primeras horas. Pensé que lo primero era registrar el momento con algunas fotografías. Un solo verde había, el de la cercana dehesa, en medio de donde un vecino echaba a sus vacas un cereal por el que muchos en lejanos países serían capaces de matarlo junto con su familia y todos sus animales con el solo objeto de saciar sus bajos instintos alimentarios. Mirando al ganadero, una mujer y una niña (¿su nieta?), disfrutaban del tranquilo espectáculo. Extrañamente lejos de su mentor, algunas vacas se entretenían rumiando junto al cerco donde yo estaba. Observé que el color de estos animales, que en algunas especies es normal que sea un marrón algo rojizo, eran en este caso de un definitivo rojo. Pensé que era una ilusión provocada por la conjunción de sol, nubes y otoño, por lo que me acerqué caminando en diagonal hacia a ellas, buscando cambiar el ángulo desde el cual veía los extraños animales y así descubrir su verdadero color. Les pareció a estos bichos que yo era una amenaza, se sobresaltaron e incluso una más joven dio la vuelta elevándose en sus dos patas, lo que al menos sirvió para confirmar que sí, que estas vacas eran rojas como la sangre.
Varias veces me desperté escuchando un ruido cheschescheschas y golpes tactac. La señora que limpia pensé. Otras veces cheschescheschas y ya volviendo a los cabales que la vigilia da, empecé a sospechar ¿es posible que un domingo tan temprano haya venido la señora de la limpieza? Salté de la cama y fui hasta la sala común del albergue, un amplio recinto vidriado, donde descubrí al causante del alboroto. Un cuervo pequeño y sí –claro- negro, intentaba infructuosamente escapar del recinto vidriado. Había entrado por el único roto de las decenas de pequeños vidrios que separan la sala del jardín, pero no acertaba a reencontrar el hueco para salir. Exhausto ya, mi presencia le dio la postrera fuerza para golpear salvajemente las ventanas. Abrí la puerta al jardín pero era demasiado para él, temí por el ave. Poco a poco la fui dirigiendo hasta que encontró la puerta y voló, lejos, lo perdí de vista. Me fui a lavar los dientes y luego a la cocina a calentar un cacharro para el desayuno.

Ahora más despierto le envío a Vd. estas líneas.
Si creer ni en sombras ni en bultos que se menean, lo saluda.

Teófilo.

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